Nací en Como, una pequeña ciudad al norte de Italia, muy cerca de la frontera con Suiza. Viajando por Latinoamérica, rápidamente me di cuenta que el nombre de mi ciudad es generador de loop, a la pregunta “¿de dónde eres?” no podía contestar “Como” porque en la mayoría de los casos me repetían la pregunta. Entonces empecé a contestar “vivo cerca de Milán” para evitar incomprensiones. Y esta cercanía es la verdadera realidad de Como, ciudad satélite, igual que otras, a una distancia de más o menos cincuenta kilómetros de la metrópoli, Milán en Lombardía, quizás la zona europea con la mayor densidad de habitantes. Muchos de los que viven en estas ciudades satélites lombardas encuentran posibilidades laborales en la ciudad más grande y esta ocupación los obliga a levantarse todas las mañanas bastante temprano para subirse a un auto rumbo a Milán, por ejemplo. En la autopista, de noche, la distancia se puede recorrer en media hora, pero cuando toda esta cantidad de gente va en la misma dirección en el mismo momento, el tráfico que se crea provoca que el tiempo necesario sea mucho mucho más.
Entonces, imaginamos a un hombre, que se levanta temprano, antes que sus familiares y después de una noche llena de pesadillas. El estrés y la ansiedad no le permiten descansar. En el silencio se ducha, se viste, toma su auto y se dirige hacia su lugar de trabajo. Cada día necesita dos horas para llegar allá, dos horas en un auto, en cola en un autopista, solo, luchando con sus pensamientos, aprendiendo a sofocarlos, a olvidarlos.
Todavía es de noche, a su alrededor otros en la misma situación, en autos grises, azules, elegantes, nuevos, perfectos, que en la semi oscuridad parecen todos iguales, y en cada uno una sola persona recién levantada, pero lista, bien arreglada con su traje de empleado estandardizado. En todas las direcciones se ve lo mismo, adelante igual que al lado, igual que atrás. Uniformidad.
El tiempo corre, y él sigue en la hilera, evitando cruzar las miradas al vacío de los desconocidos compañeros de aventura. A su izquierda el Sol aparece al horizonte y se alza lentamente, detrás de las plantas podadas, continuas y regulares con florcitas teñidas de gris por el smog, que separan las pistas, casi como para contribuir a evitar las miradas de los que esperan en fila a contramano. De todas partes llegan sonidos y voces de los programas de radio con músicas comerciales y noticiarios, iguales, como un gran efecto de espacialización sin filtros. Entrecortándolos, contesta las llamadas y los emails de trabajo en su celular computarizado último modelo con conexión Internet, para ahorrar tiempo, porque es evidente, siempre más evidente que el tiempo es dinero.
La señalética callejera indica con precisión las sucesivas salidas y la distancia que separa de la llegada, progresivamente menor, con regularidad sistemática. Señales redondas, paradojales, indican los límites de velocidad. Autos purasangre, recalcitrantes, de última generación, que pueden alcanzar los 200 kilómetros por hora en pocos segundos, obligados a andar a pasos de burros flojos.
Finalmente llega y, como le enseñaron que el tiempo es también oro y que hay que producir, trabaja todo el día sin pausas, casi siempre sentado frente a la pantalla de un computador, sin comunicarse con sus compañeros, sin hablar, otra vez solo. A ratos chatea un poco con desconocidos, hablando de nada, pensando que así no descuida su vida social, pero sin darse cuenta alimenta aún más su soledad.
Al terminar la jornada regresa a su auto, que lo espera, manso. Serán otras dos horas antes de llegar a su dulce hogar, extenuado.
- ¡No quiero que nadie me moleste! ¡Haz callar a los niños!-.
Come algo, quizás de preparación rápida, vagabundea haciendo zapping en los programas que recibe su nuevo televisor 42 pulgadas de altísima definición, transmisiones que, junto a los últimos videojuegos, lo ayudan en sus esfuerzos a evitar sus pensamientos. Finalmente va a dormir, a la espera del día siguiente, que ya sabe que será igual al anterior y al anterior del anterior.
De nuevo en la autopista. El solo pensar en la posibilidad que nunca saldrá de encontrarse sistemáticamente en semejante desfile lo asusta cada vez más. Ansiedad.
- ¿Me atrevo? No, mejor mañana -.
Ya experimentó otras veces esa sensación de vacío, de inmovilidad y no pudo ganarle a la inercia. Toma valor.
- ¡No! ¡Hoy será un día distinto! -.
Mira a las otras personas alrededor de él, ve su rostro con los signos del tiempo en el espejito retrovisor, mira una vez más a las personas. Una señal indica el kilómetro 40, como la edad que acaba de cumplir. La hilera empieza a movilizarse, él no, abre la puerta del auto y baja. La fila se detiene de nuevo. Titubeante, lentamente, pero siempre más ligero y decidido, va hacia el lado de la autopista, sale de la cinta de asfalto hidrodrenante y por primera vez observa con gran emoción el mundo, su propio mundo, lo ve de un punto de vista distinto. Miles de personas que miran en la misma dirección, las miradas apagadas, solas. Aunque ahora ve las cosas de una perspectiva nueva, sigue solo, se siente inquieto, raro, diverso a su normalidad, miles de pensamientos y de preguntas se presentan prepotentemente, sensaciones.
- ¿Qué hacer? ¿Cómo compartir esa emoción tan fuerte? ¿Cómo comunicarla? -.
En la selva de los recuerdos se aclara un pensamiento, una imagen precisa, y advierte de nuevo la gran y viva impresión que sintió frente a la inmensidad de un ficus centenario, cuando era niño. Ese entonces estuvo un largo rato mirándolo y sentía una intensa y creciente necesidad de contarle a alguien sus emociones.
- A mi madre - pensó.
Corrió a su casa y con las primeras palabras que encontró, en un soplo, contó lo que sentía, pero ella no comprendió su exaltación ni lo que le ocurría profundamente.
- ¿Por qué? Es difícil encontrar las palabras correctas, adecuadas, para comunicar el mundo interior - piensa ahora - cada palabra es tiene su importancia. Ni una más ni una menos ni una distinta. ¿Quizás esa es la poesía? -.
Entonces allá, al lado de la autopista, solo, empieza a gesticular, a gritar lo que siente y de pronto una mujer en un auto gira la cabeza, las miradas se encuentran. Después otra persona y otra más, su corazón late fuerte. Estos individuos, en los cuales se despiertan las mismas vibraciones que él sintió y que se mantenían apagadas en el fondo de sus almas, comienzan a bajar de los autos y a acercarse. Como él, empiezan a ver al mundo de manera distinta, a darse cuenta de la innaturalidad de sus vidas, de la existencia de otras posibilidades, de otras realidades.
Quizás es esta la tarea de un artista, de un creador. Bajar del auto, ver las cosas de manera distinta, desde otro punto de vista y siguiendo su necesidad, encontrar los medios y las palabras precisas para manifestar y comunicar sus emociones hasta que otros puedan vivirlas y compartirlas.
Qué buena reflexión... así debemos de ser, no seguir un patrón de vida, una rutina es extenuante, es decir como lo anterior de lo anterior, tal y como lo señala Luca en su manifestación... Así que... hay que vivir la vida y detenernos a pensar más en nosotros y que los demás sientan esa emoción que uno irradia. Gabriel
ResponderEliminarluca belcastro da en el punto
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