Madrid - Santiago, Spain
REVISTA LECTURAS

lunes, 25 de enero de 2010

POESÍA: Los Temporales, de Alfonso Armada.


Alfonso Armada (Vigo, 1958) estudió periodismo y arte dramático en Madrid. Ha trabajado en El País y ha sido corresponsal de ABC en Nueva York. De su experiencia como enviado especial a África surgió Cuadernos Africanos -2002, Ed. Península- donde también publicó España de sol a sol, en 2001. Vinculado a la revista Teatra desde su fundación, donde estrenó buena parte de sus textos dramáticos como La edad de oro de los perros /Sin maldita esperanza -1996, Visor-, La balsa de la medusa / Carmencita jugando / Tres piezas mínimas -1998, Visor-. Sotelo Blanco editó en gallego Escuma dos dentros. Por su libro Fracaso de Tánger recibió en 1982 el premio de poesía Francisco Quevedo. Los temporales es su primer libro de poesía publicado es castellano.



A Corina, que sabe capearlos



Los temporales


Una casa donde la marea no cubra los tobillos y la voz

una casa donde te pueda decir con el lenguaje de los mudos:

aquí estoy, soy yo, niño perro de los ojos áridos,

aquí tengo un antiguo dolor como una mecha

y aquí una cintura de guardar cuerdas corrompidas

y aquí una cenefa y una camita que era azul y mentirosa

y aquí un mapa, mi padre convertido en ceniza mi madre

convertida en

hierbabuena

y aquí tengo siete gritos de siete cumpleaños y siete agonías

de siete

cerdos sacrificados

y un peral y un cerezo en flor y un astillero lleno de estopa

triste,

pero también grúas luminosas, un mar que lame barcos,

y una caracola que te copia los pechos

y un calendario de tinta china

y un largo abrazo de niño ciego

que cabe en el abecedario, pero no en los sueños.

Aquí es donde se escucha el temporal,

y donde cuando te miro te miento y cuando te miro no te

miro

y en estos brazos que no son de castaño ni de boj

dibujo un bosque

y el tren de mercancías es casi humano,

mi cuna, la que rompo en pedazos con un hacha de miedo,

la que me sirve para cortar la leña y cortarme los tobillos,

para que no los moje la marea.

Porque tenía mucho miedo del aguacero.


Central Park, una oración


Quedan brochas de nieve

y una fina capa

tensada por el frío

en el estanque:

nadie patina.

La tarde esparce ardillas de rabo tan frágil como el hielo,

pero menos letal.

Levanta las dos manos como para rezar

mientras espía mis movimientos

como si yo fuera Daniel Boone:

sólo entonces acierta con un mendrugo

se lo lleva al hocico

y huye tronco arriba,

como la tarde

y el mal.

Ya no rezo,

descifro el teléfono móvil

y el océano Atlántico es como ayer.

Pasa un anciano ciclista

disfrazado

un transistor sobre la parrilla de las novias

inunda el atardecer:

el New York, New York

del más engañoso Frank Sinatra.

Como el que más.

Pero a fuerza de mentiras

nos hemos ido acostumbrando a la verdad.

El sol entibia las manos tendidas de los árboles,

que rezan como ateos:

sin que nada enturbie su belleza:

tantas minuciosas ramas

y tanto por hacer.

Dios se moja en el gran reservorio

donde los patos de cabeza verde y de cabeza gris

se zambullen ante nuestra innecesaria compasión.

Camino con las manos en los bolsillos

y me cruzo con atletas

de todas las ansias.

Su vida y la mía no se tocan.

Pero nadie parece lastimarse

a esa hora en que un sol de invierno

dulce y perdurable

como la blancura de la nieve en los canteros

hace estragos de la tarde.

Que nadie ruegue por nosotros,

que nadie nos perdone

porque hayamos resistido

sin cadáveres de ardillas

en la mochila de la razón.


II

¿Para qué sirven los trenes?


Para ser bombardeados por la aviación justiciera.

Para volver a leer Opiniones de un payaso.

Para asomarse a los viñedos,

a los campos sembrados,

a los cerezos que mudan de piel como las cobras.

Para desplegar mapas de colores,

atravesar fronteras.

Para besarnos como cuando éramos novios.

Para enseñarle a los hijos el estado de las cosas,

el curso de los ríos.

Para saborear el tiempo,

volver a caminar sin prisa por el mundo.

Para coser paisajes,

estibar tortillas, comprar memoria,

qué vida se esconde tras cada ventana encendida.

Juntar las manos,

pegar la nariz al vidrio,

leer constelaciones.

Para que llegue la noche, llueva, estemos solos.

Para que los revisores nos miren a los ojos y el invierno

juegue su partida.

Para que nos acune una madre de hierro.

Para volver a confiar en las máquinas,

para escribir caligrafía en una carilla de traviesas,

para que el humo suba al cielo.

Para volver al mar,

cuando la infancia no terminaba en la muerte.

Para ser bombardeados por aviones justicieros.



Partiendo la corriente del tiempo


Dice el niño que no sabe

que una torre es la sombra de un minuto

barrera que la calle

como el tiempo y la electricidad

tienden para que la troncen los tranvías

con décadas de distancia:

primero en Nueva york, su edad,

después en Vigo, la mía.

Miro al cielo y me encuentro con la falda de mi madre,

me tira el cuello:

patas, piernas, torres.

Somos tan pequeños

que no sabemos que la leche nos va a quemar los labios.

Después regresamos

al cementerio.

Vuelvo a tocar la frente de mi abuela

cuando nadie me ve.

Estuve a solas,

con la muerte y con ella.

Recorrí el camino de los agapantos

y sin una lágrima contemplé el peral, el columpio movido

por el viento, las gallinas.

Aplasté un caracol y lo devoraron,

picotazo a picotazo,

como saben las tontas:

sin compasión y sin inteligencia.

Después la llevamos al cementerio.

Y no llovió.

Cada vez que vuelvo le hago preguntas,

pero no con los labios,

tic-tac sin horas:

Sólo culebras del río o nubes de noviembre

hablando como los mudos,

como niños acostados en el suelo de cemento

con un trozo de arcilla cocida,

restos del último tiesto

alfarería roja y plantas que crecen a nuestro lado,

como geranios que reinventan las costuras grises del día

y los pechos grandes de la vecina:

una campana llamando a muerto:

no es por ella

ni todavía por nosotros.

Cae la luz en los brazos,

la noche está mirándome a los ojos

cuando me subo a la banqueta blanca,

cristal tan frío,

volver a pelar judías

el agua borbotea

y mi madre se enjuga una lágrima de cebolla.

El trapo huele a herrumbre

el fuego lame la madera

y entro en el corredor deshabitado,

un dedo repasando cales,

aquí un garabato a lápiz,

inscripciones de cuando éramos egipcios.

Abro la puerta con sigilo:

no quiero que me pregunten:

así me asomo a la noche.

Ahora han caído todas las hojas

y los árboles se han quedado quietos de repente,

como la luz de la nevera:

cuando nos los veo

vuelven a las andadas.

Todos juegan en secreto.

El ojo del pescado plano se deja pinchar,

ya no quiere saber nada del mar,

un sello, un recuerdo que revuelvo con el tenedor,

aburrido de comer.

Miro a hurtadillas.

Mi padre no dice nada,

la luz es blanca como el interior de una perla,

sin oxígeno.

En la radio alguien canta en otro idioma:

melodías de barco de vapor.

Pero nadie tararea, nadie baila.

El tiempo corre en zig-zag

y luego se queda desmadejado

como un muñeco en una esquina.

Después la cama estará fría,

y me quedaré pensando

escuchando las melenas de lluvia

contra el patio,

los últimos grifos,

una sombra que no entiendo

susurros

y los sueños empiezan a correr como arañas.

Un gran esqueleto de ballena

y nosotros jugando al escondite.

Xilofón de risa y viento.

El relojero agachado sobre su mapa del tiempo,

el zapatero golpeando contra una goma insensible,

el tranviario que no sabe que me lleva al paraíso.

Y una mentira,

una moneda que ha perdido la efigie

y la luz que me toca el pecho como si fuera mi madre.

Si brilla una estrella

me la meteré en la boca,

ahora que todavía no sé decir lo que siento

y la culpa es polvillo de mariposa,

la sombra de una torre

que tronza mi tranvía.

Bartleby Editores, 2002

No hay comentarios:

Publicar un comentario