Madrid - Santiago, Spain
REVISTA LECTURAS

domingo, 31 de enero de 2010

CRÍTICA: urdimbre, de Julieta Marchant: un paso afortunado hacia la verdad poética, por Carlos Henrickson


Bajo nuestra inquietud política –tan distinta en Chile de la responsabilidad, la inteligencia o la voluntad políticas-, se ha hecho signo de los tiempos anteponer una y mil exigencias a los proyectos poéticos, que tienen que ver con deberes ante los otros (el pueblo, los lectores, etc.) absolutamente antepuestos al oficio en sí o a la propia conciencia creadora –desde la sencillota exigencia seudopolítica de los comisarios de turno hasta la complacencia con el despojo y la derrota con el fin de provocar un par de risas de la audiencia. El asunto, obviamente, no es tan simple: el umbral de algún posible otro sólo es alcanzable cuando el sujeto poético logra alcanzar una cierta conciencia de sí –en caso contrario, se trata sencillamente de los otros que define el burócrata de turno o su rival de oficinas. En este sentido, se echa de menos proyectos que impliquen ese sentido tan primigenio y tan cargado de futuro de la poesía: su capacidad de emprender fuertes vías de autoconocimiento, condición necesaria para cualquier otro horizonte.

En este sentido, la opera prima de Julieta Marchant (Santiago, 1985), urdimbre (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) representa el ejemplo de una poética efectiva, intensamente desarrollada desde esa intimidad esencial que es creadora de nuevas escrituras. No representa casualidad que una imagen perteneciente al ámbito del tejido sea figura marcadora de la creación femenina (desde la tela de Penélope hasta la intensa y reflexiva práctica artística de Cecilia Vicuña), ya que la pregunta por la poesía hecha por la mujer es una de las inquietudes nutrientes del libro de Julieta. Desde el nítido malestar de saberse parte de un territorio cultural otro, eternamente amenazado por la inscripción meramente marginal, pero con un destino claramente colectivo (como toda expresión del ser de la poesía, en que el ser termina siendo ser con otros, y haciéndose ser bajo la experiencia del encuentro y la imbricación con el otro), la poética de urdimbre es capaz de plantearse desafíos amplísimos en el plano de la deconstrucción y reconstrucción de una historia colectiva, pero desde la estricta deconstrucción y reconstrucción de sí mismo como proyecto: en esto radica una de las claves del título.

La urdimbre de un tejido puede ser la disposición previa de los hilos que lo componen, mas no necesariamente representa una característica propia del mismo tejido en su estado completo. La urdimbre se verá antes que la urdidora haga un todo de la conformación de los hilos, y se volverá a ver en el momento en que tal tejido empiece a deshacerse. Este momento crítico de un tejido, aplicado a la conformación del propio ser en cuanto físico, es claramente visible desde el epígrafe de la poeta argentina Ana Becciu –“penetrar un cuerpo es penetrarse y al mismo tiempo sustituirse, perderse”- lo que señala a esta poética un programa provocador y violentador de sí mismo: el darse la posibilidad de abrir entradas hacia una realidad anterior o posible más allá de la conformación del sujeto entendido desde la visión moderna ilustrada. La percepción de sí mismo abre necesariamente un espacio perpetuo de presencias otras.

Esto último marca una de las apuestas formales importantes del libro de Marchant: su conformación como procedimiento de tejido, alternando una cita de otra autora con algún nivel de contemporaneidad, claramente indicada en una página aparte (Alejandra Pizarnik, Verónica Viola Fisher, Soledad Fariña, Anne Sexton, Alejandra Ziebrecht, etc.), una unidad poética propia, y una tercera instancia en que se genera un texto poético breve y apelativo –una segunda persona. Así, se plantea claramente una pluralidad tras la pretensión del sujeto individual, que no lo puede dejar estable y quieto en sí mismo, y lo obliga a una íntima deriva existencial. Desde acá, el espacio geográfico de un mundo que no decide su carácter interior/exterior, se hará la imagen precisa para tal deriva. Pienso en el Poema de Chile, de Gabriela Mistral, en que la crisis del sujeto personal se resuelve exactamente de la misma forma, y entrega la posibilidad de una subjetividad colectiva.

Mas Marchant no habita el mundo civilizado de la Mistral, sino la ácida y jabonosa post-cultura del siglo XXI. Su geografía no se abre a la noche natural y a-medias-conocida del espectro mistraliano, sino a lugares de violenta, dolorosa y concisa percepción que lucha por la lucidez:

cuál será el gesto preciso o de dónde vendrán los jardines

quién será capaz alguna vez

la primera piedra fue lanzada por alguien que ya nadie recuerda

la imagen de los árboles quemándose la otra corriendo

el fuego de los márgenes y lo oblicuo haciéndose curvo

correr es devolverse dice una voz que buscarse entre la maleza

dice los gestos vacíos no hay espacio dice acá no

Así, la fuerza que genera el texto es una presión por lucidez, que no puede dejar de moverse en la dolorosa deriva existencial y afectiva. Las imágenes son índices permanentes de esa deriva, pero con la concisión que da esa pretensión imposible de lucidez: por ejemplo, los bosques ardiendo o el jardín desolado, que aparecerán a lo largo del texto permanentemente, y dibujados de forma seca y clara, sin dejar caer este delirio ni a la deriva surrealista ni al argot académico, dos caminos trabajados hasta la saciedad por la poesía contemporánea escrita por mujeres. Marchant, en este sentido, se distingue por esta cuidada lucidez en el oficio poético, dando en esta arena dos pasos más adelante que las poetas de su generación y las inmediatamente anteriores.

Lo que trae de original Marchant es precisamente una pretensión imposible, mas operativamente fértil: el programa de llamar la visión hacia un hecho claro y definido –legible objetivamente desde la literatura-, desde una subjetividad des-hilachada en que se llega a ver la urdimbre de su conformación. En el plano de la eroticidad del libro –uno de los claros índices de este contraste-, la ilusión de la entrega amorosa –plena y despojada-, se contrapone permanentemente a la necesidad de conservación y conformación de sí misma, lo cual genera la escena de una entrega trágica, análoga a la del texto con su lector. Cualquier clase de afectividad implica acá con-fusión, como lo señalan esos límites vagos, líquidos o terrosos, entre los seres presentes en la escritura, lo cual no le da a la voz del hablante el consuelo de la potencia creadora, sino la mera presencia espacial –pienso en esa voz que te da vueltas huellándote los bordes, esa modesta función de la poeta en un mundo de cuya propiedad reniega.

La poesía, entonces, se hace pura imagen del deseo, encontrando en lo presente la negación permanente de un sí mismo concebible:

la que soy es esa que está llamándome allá

las otras me contienen o al menos hacen señas en medio del viento giran

el centro desgobernado los cuerpos oblicuos se traspasan

en mi espalda hay alguien que me camina

en su espalda hay alguien que la camina

quién será la otra si acaso hay luz quién

Sólo desde este cuerpo imposible (lo único que tengo es este cuerpo que padece otros cuerpos) es que se podrá plantear una posibilidad de historia colectiva, cuya verdad poética se dé en la representación de este paisaje interior, que represente la urdimbre real que reposa sobre el discurso formal sobre el ser colectivo: en la poética de Marchant, este ser es el sujeto americano, cuya identidad no deja de mostrar los hilos dispersos, y la materialidad vacía y sin sentido de ellos. Si bien no es el objetivo o el tema de la investigación poética de Marchant, esta determinación es inseparable del texto como un todo, lo que multiplica las dimensiones de lectura del libro.

Un libro con tales búsquedas poéticas ya se echaba de menos, y resulta algo impresionante que sea el primer libro de la autora. La apuesta de Ediciones Inubicalistas resulta saldada por una opera prima cuyo reconocimiento en la justa medida no puede sino plantearlo como expresión de una de las voces femeninas más importantes en la poesía chilena contemporánea.

¿Habrá que lamentar que Inubicalitas tenga tan poco tiraje de edición? Creo que al menos no, en lo que implica nuestro actual entorno crítico nacional. Es difícil que éste se logre alzar más allá de la mediocridad que ya ha asumido y que parece bastarle. urdimbre está llamado a traspasar las fronteras de nuestros simulacros de crítica literaria, y Ediciones Inubicalistas, a dejar ya una huella definida en la producción escritural de principios de este siglo.

lunes, 25 de enero de 2010

POESÍA: Los Temporales, de Alfonso Armada.


Alfonso Armada (Vigo, 1958) estudió periodismo y arte dramático en Madrid. Ha trabajado en El País y ha sido corresponsal de ABC en Nueva York. De su experiencia como enviado especial a África surgió Cuadernos Africanos -2002, Ed. Península- donde también publicó España de sol a sol, en 2001. Vinculado a la revista Teatra desde su fundación, donde estrenó buena parte de sus textos dramáticos como La edad de oro de los perros /Sin maldita esperanza -1996, Visor-, La balsa de la medusa / Carmencita jugando / Tres piezas mínimas -1998, Visor-. Sotelo Blanco editó en gallego Escuma dos dentros. Por su libro Fracaso de Tánger recibió en 1982 el premio de poesía Francisco Quevedo. Los temporales es su primer libro de poesía publicado es castellano.



A Corina, que sabe capearlos



Los temporales


Una casa donde la marea no cubra los tobillos y la voz

una casa donde te pueda decir con el lenguaje de los mudos:

aquí estoy, soy yo, niño perro de los ojos áridos,

aquí tengo un antiguo dolor como una mecha

y aquí una cintura de guardar cuerdas corrompidas

y aquí una cenefa y una camita que era azul y mentirosa

y aquí un mapa, mi padre convertido en ceniza mi madre

convertida en

hierbabuena

y aquí tengo siete gritos de siete cumpleaños y siete agonías

de siete

cerdos sacrificados

y un peral y un cerezo en flor y un astillero lleno de estopa

triste,

pero también grúas luminosas, un mar que lame barcos,

y una caracola que te copia los pechos

y un calendario de tinta china

y un largo abrazo de niño ciego

que cabe en el abecedario, pero no en los sueños.

Aquí es donde se escucha el temporal,

y donde cuando te miro te miento y cuando te miro no te

miro

y en estos brazos que no son de castaño ni de boj

dibujo un bosque

y el tren de mercancías es casi humano,

mi cuna, la que rompo en pedazos con un hacha de miedo,

la que me sirve para cortar la leña y cortarme los tobillos,

para que no los moje la marea.

Porque tenía mucho miedo del aguacero.


Central Park, una oración


Quedan brochas de nieve

y una fina capa

tensada por el frío

en el estanque:

nadie patina.

La tarde esparce ardillas de rabo tan frágil como el hielo,

pero menos letal.

Levanta las dos manos como para rezar

mientras espía mis movimientos

como si yo fuera Daniel Boone:

sólo entonces acierta con un mendrugo

se lo lleva al hocico

y huye tronco arriba,

como la tarde

y el mal.

Ya no rezo,

descifro el teléfono móvil

y el océano Atlántico es como ayer.

Pasa un anciano ciclista

disfrazado

un transistor sobre la parrilla de las novias

inunda el atardecer:

el New York, New York

del más engañoso Frank Sinatra.

Como el que más.

Pero a fuerza de mentiras

nos hemos ido acostumbrando a la verdad.

El sol entibia las manos tendidas de los árboles,

que rezan como ateos:

sin que nada enturbie su belleza:

tantas minuciosas ramas

y tanto por hacer.

Dios se moja en el gran reservorio

donde los patos de cabeza verde y de cabeza gris

se zambullen ante nuestra innecesaria compasión.

Camino con las manos en los bolsillos

y me cruzo con atletas

de todas las ansias.

Su vida y la mía no se tocan.

Pero nadie parece lastimarse

a esa hora en que un sol de invierno

dulce y perdurable

como la blancura de la nieve en los canteros

hace estragos de la tarde.

Que nadie ruegue por nosotros,

que nadie nos perdone

porque hayamos resistido

sin cadáveres de ardillas

en la mochila de la razón.


II

¿Para qué sirven los trenes?


Para ser bombardeados por la aviación justiciera.

Para volver a leer Opiniones de un payaso.

Para asomarse a los viñedos,

a los campos sembrados,

a los cerezos que mudan de piel como las cobras.

Para desplegar mapas de colores,

atravesar fronteras.

Para besarnos como cuando éramos novios.

Para enseñarle a los hijos el estado de las cosas,

el curso de los ríos.

Para saborear el tiempo,

volver a caminar sin prisa por el mundo.

Para coser paisajes,

estibar tortillas, comprar memoria,

qué vida se esconde tras cada ventana encendida.

Juntar las manos,

pegar la nariz al vidrio,

leer constelaciones.

Para que llegue la noche, llueva, estemos solos.

Para que los revisores nos miren a los ojos y el invierno

juegue su partida.

Para que nos acune una madre de hierro.

Para volver a confiar en las máquinas,

para escribir caligrafía en una carilla de traviesas,

para que el humo suba al cielo.

Para volver al mar,

cuando la infancia no terminaba en la muerte.

Para ser bombardeados por aviones justicieros.



Partiendo la corriente del tiempo


Dice el niño que no sabe

que una torre es la sombra de un minuto

barrera que la calle

como el tiempo y la electricidad

tienden para que la troncen los tranvías

con décadas de distancia:

primero en Nueva york, su edad,

después en Vigo, la mía.

Miro al cielo y me encuentro con la falda de mi madre,

me tira el cuello:

patas, piernas, torres.

Somos tan pequeños

que no sabemos que la leche nos va a quemar los labios.

Después regresamos

al cementerio.

Vuelvo a tocar la frente de mi abuela

cuando nadie me ve.

Estuve a solas,

con la muerte y con ella.

Recorrí el camino de los agapantos

y sin una lágrima contemplé el peral, el columpio movido

por el viento, las gallinas.

Aplasté un caracol y lo devoraron,

picotazo a picotazo,

como saben las tontas:

sin compasión y sin inteligencia.

Después la llevamos al cementerio.

Y no llovió.

Cada vez que vuelvo le hago preguntas,

pero no con los labios,

tic-tac sin horas:

Sólo culebras del río o nubes de noviembre

hablando como los mudos,

como niños acostados en el suelo de cemento

con un trozo de arcilla cocida,

restos del último tiesto

alfarería roja y plantas que crecen a nuestro lado,

como geranios que reinventan las costuras grises del día

y los pechos grandes de la vecina:

una campana llamando a muerto:

no es por ella

ni todavía por nosotros.

Cae la luz en los brazos,

la noche está mirándome a los ojos

cuando me subo a la banqueta blanca,

cristal tan frío,

volver a pelar judías

el agua borbotea

y mi madre se enjuga una lágrima de cebolla.

El trapo huele a herrumbre

el fuego lame la madera

y entro en el corredor deshabitado,

un dedo repasando cales,

aquí un garabato a lápiz,

inscripciones de cuando éramos egipcios.

Abro la puerta con sigilo:

no quiero que me pregunten:

así me asomo a la noche.

Ahora han caído todas las hojas

y los árboles se han quedado quietos de repente,

como la luz de la nevera:

cuando nos los veo

vuelven a las andadas.

Todos juegan en secreto.

El ojo del pescado plano se deja pinchar,

ya no quiere saber nada del mar,

un sello, un recuerdo que revuelvo con el tenedor,

aburrido de comer.

Miro a hurtadillas.

Mi padre no dice nada,

la luz es blanca como el interior de una perla,

sin oxígeno.

En la radio alguien canta en otro idioma:

melodías de barco de vapor.

Pero nadie tararea, nadie baila.

El tiempo corre en zig-zag

y luego se queda desmadejado

como un muñeco en una esquina.

Después la cama estará fría,

y me quedaré pensando

escuchando las melenas de lluvia

contra el patio,

los últimos grifos,

una sombra que no entiendo

susurros

y los sueños empiezan a correr como arañas.

Un gran esqueleto de ballena

y nosotros jugando al escondite.

Xilofón de risa y viento.

El relojero agachado sobre su mapa del tiempo,

el zapatero golpeando contra una goma insensible,

el tranviario que no sabe que me lleva al paraíso.

Y una mentira,

una moneda que ha perdido la efigie

y la luz que me toca el pecho como si fuera mi madre.

Si brilla una estrella

me la meteré en la boca,

ahora que todavía no sé decir lo que siento

y la culpa es polvillo de mariposa,

la sombra de una torre

que tronza mi tranvía.

Bartleby Editores, 2002